Cuando miramos cualquier objeto o creación humana, en un primer instante todos vemos, leemos u oímos lo mismo. La percepción sensorial, la información que recibimos a través de nuestros sentidos es, por decirlo de alguna manera, “objetiva”: lo que es azul es azul, lo que está escrito es lo que está escrito, y una voz grave es una voz grave. A partir de ahí, toda la “objetividad” empieza a difuminarse y entramos en el mundo de las interpretaciones. Inmediatamente después de recibir y asimilar la información a través de nuestros sentidos, la primera valoración que hacemos, de forma casi inconsciente, es si lo que percibimos es bello o no. Probablemente alguien pueda explicar científicamente porqué algo nos parece bonito o feo, pero lo que es indiscutible es que lo que para unos es la definición de la belleza para otros puede llegar a ser una absoluta monstruosidad. Y a partir de esa interpretación básica inicial que nos llevan a distinguir entre lo que nos parece bello y lo que no, entramos en una fase de valoración más profunda, la “interpretación” propiamente dicha, que nos adentra en el mundo del psicoanálisis. Creo que fue Freud el que dijo que, cuando contemplábamos una obra de arte, se nos escapan muchos aspectos que no pueden percibirse por los sentidos y que requieren de la interpretación de la obra. Se ha escrito mucho, y muy interesante, sobre cómo la actividad creativa de los artistas deriva de su yo interno, de su necesidad de cubrir deseos “prohibidos”, de crear fantasías para “reparar” circunstancias pasadas y dar vida a sus instintos fuera del propio artista, para que no se olviden. Esta “interpretación” que va más allá de lo que nuestros sentidos nos permiten y la valoración inicial sobre la belleza es algo esencial en la contemplación de las obras artísticas, pues es esa interpretación la que explica porqué ante una misma obra los distintos espectadores sienten (en su acepción emocional) cosas diferentes. Feliz día.
Psicoanalisis y arte
- Reflexiones
- 14/12/2022