La obra de arte, desde que empieza a generarse en la mente del artista, está llamada a ser compartida, abandonada por su creador, para enriquecer el espíritu de los demás.
La obra de arte es, por definición, una res derelictae, una cosa que no tiene dueño porque ha sido abandonada y, como tal, puede ser adquirida por cualquiera a través de la ocupación.
Esta reflexión nace de la búsqueda de aquello que hace especiales a los artistas, lo que les diferencia del resto de los mortales.
Aparte de manejar los materiales y técnicas, que es algo que puede aprenderse, hay otros aspectos “espirituales”, muchos de ellos innatos, que a quienes no los tenemos nos generan una gran admiración.
Uno de ellos es su inmensa generosidad.
El artista crea su obra, se vuelca en ella, le da vida; incluso podríamos decir que pone en ella una parte de su propio ser. Como unos padres con sus hijos, llenan sus obras de todo aquello que es importante, de principios y valores, de significado. Su obra, como nuestros hijos, son su legado, y quedará ahí para las generaciones venideras. Muchos artistas me hablan de su necesidad de crear y dejar esa esencia, ese legado, como uno de los fines principales de su trabajo.
Una vez creada la obra e impregnada la misma con parte de la vida del artista, se manifiesta esa generosidad a la que me refería en todo su esplendor. Aun es “propiedad del artista” pero, ya desde sus inicios, la obra nacía para dejar de ser suya. El artista se desprende de ella, la abandona, sin dolor ni tristeza, pues ha sido creada precisamente para eso, para ser abandonada, de manera que el espectador pueda hacerla suya, integrarla en su propia existencia.
Es difícil encontrar muestras de generosidad tan profundas. Seguro que las hay, pero también estoy convencida que esa necesidad de desprenderse de algo propio para enriquecer a los demás es uno de elementos consustanciales al artista.
Disfrutemos de esa generosidad en el próximo 2025.
Feliz entrada y salida de año a todos.
T.A.